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lunes, 30 de noviembre de 2009

La cebolla.


Había una vez una princesa que vivía rodeada de lujos por todas partes. Su padre, el rey, la colmaba de caprichos a cada cual más extravagante; provocando en ella un carácter despótico y vanidoso. Quería ser la más hermosa, destacar sin que nadie la hiciera sombra, acumular vestidos y más vestidos que sólo usaba una vez.
Un día, paseando aburrida por palacio se topó con una de las sirvientas.
- ¿Qué haces torpe? ¿Cómo osas tropezarme?
- Perdonad, majestad.- respondió la doncella.
Pero algo llamó la atención de la orgullosa princesa: el delantal de la joven brillaba de una manera especial, tanto que la mirada de cualquiera se hubiera clavado irremediablemente en aquella antes que en la hermosa tez de la soberana.
- ¿Se puede saber a qué se debe el brillo de tu delantal?- inquirió la princesa.
- Soy la encargada de limpiar los objetos de cobre que hay en palacio, de ahí que mi ropa se manche con esa tonalidad.
La princesa apretó el paso hacia sus aposentos de forma airada.
- No puede ser, - pensó-, la ropa de esa harapienta brilla con más luz que cualquiera de mis vestidos. Es intolerable.
Paso la noche en vela, no resistía aquella luminosidad que incluso se reflejaba en los cabellos de la sirvienta. Nadie brillaría más que ella, tenía que poner fin a ello sin demora. A la mañana siguiente, llamó a la criada a su presencia. No pudo evitar una crispación inusual al verla aparecer con aquel halo cobrizo.
- He de hacerte una propuesta que deberás cumplir, pues de lo contrario, tú y tu familia seréis desterrados del reino para siempre.
- Pero majestad, ¿qué he hecho para enojaros?- se lamentaba la doncella.
- ¡Silencio!... Confeccionarás un vestido para mi que tendrá el color y el brillo de tu delantal. Tienes una semana para ello, si no cumples la desgracia caerá sobre ti. Serás castigada y expulsada sin piedad.
La joven no podía parar de llorar, no entendía la furia de la princesa. Ella sólo hacía su trabajo. Así que le pidió unas horas para meditar la respuesta. Las lágrimas no dejaban de correr por su rostro y en su cabeza la preocupación por su familia era su mayor agonía. Pensó y pensó… Al rato, se personó ante la vanidosa princesa.
- Está bien, haré el vestido para vos, pero con una condición: Deberéis de poneros todos los vestidos que poseáis antes que el mío. Sólo así cumpliré vuestro deseo.
- Acepto la propuesta, - dijo la princesa-, en una semana nos vemos aquí.
Todo el reino estaba entusiasmado con el acontecimiento, se había corrido la voz y la gente se agolpaba a las puertas de palacio para no perder detalle del suceso. Las damas fueron colocando uno a uno los vestidos a la princesa. Uno encima de otro, de manera que cada vez costaba más la labor. Hasta cien vestidos hubo que recolocar sobre el cuerpo de la joven. Entonces, y sólo entonces, apareció la doncella con su delantal de cobre. En sus manos traía el vestido más hermoso que jamás ojos hubiesen visto. Brillaba mucho más que el delantal de la criada, mucho más que los rayos de sol al atardecer, más que todo el oro del mundo. Con gran cuidado, lo colocaron sobre los cien que ya llevaba la princesa. Realmente estaba más hermosa que nunca. Aquel color cobrizo la hacía la más bella de todos los reinos del universo.
De pronto, la prenda empezó a encoger, se fue cerrando en torno a la princesa, como una enorme capa cobriza; hasta engullirla por completo. Ante los presentes, aquella masa de vestidos con la muchacha dentro se había transformado en una enorme cebolla.
En el entierro de la princesa, las damas lloraban sin consuelo cuando, repentinamente, sus collares de perlas se rompieron sin saber cómo, esparciéndolas por el suelo. La tierra de alrededor de la tumba las engulló, quedando todas enterradas. La sirvienta y su familia fueron expulsadas del reino, tras lo cual sobrevino una etapa de pobreza como nunca antes habían conocido. Curiosamente, en el lugar dónde fue enterrada y dónde también habían caído aquellas perlas, empezaron a crecer pequeñas cebollitas que no tuvieron más remedio que recoger para poder subsistir. Cada vez que pelaban las cebollas, los habitantes del reino recordaban lo sucedido y lloraban con amargura y tristeza. Desde entonces, todo el mundo llora cuando pela una cebolla, aunque no conozcan esta historia, aunque se pregunten el por qué de tanta lágrima. Es una forma de recordarnos, que todos somos iguales, sin diferencias, sin brillos cobrizos… No importa si sólo te dedicas a limpiar los cacharros de cobre, o si eres una princesa hermosa; tus ojos no podrán evitar llorar cuando peles una cebolla.


(Este cuento lo leí, en mi infancia, en uno de esos tebeos que vendía la kiosquera de mi pueblo. No recuerdo el autor)

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